Siempre recuerdo el momento en que les dije a mis padres que quería un hermano. A mis escasos cuatro años de edad me acerqué una tarde a mis papás y se los pedí: “me gustaría tener un hermanito para poder jugar con alguien”. Y como si me hubieran hecho caso, un año más tarde nació Ezequiel, mi querido hermano menor, quien inmediatamente se convirtió en mi pequeño compañero: lo llevaba de aquí para allá, le enseñaba palabras, compartíamos los juguetes y alguna que otra vez debo confesar que me entretenía asustándolo… ¡Pero aún así quería estar conmigo! Han pasado casi veintiún años de su nacimiento y puedo asegurarle que hoy estamos más unidos que nunca.
La familia es la organización humana más antigua del mundo. Fue diseñada originalmente como un espacio de armonía caracterizado por el amor incondicional que permita la reproducción, la preservación y el desarrollo pleno del ser humano. Debe ser el lugar en el que uno se pueda sentir libre para abrirse y quitarse toda máscara: mostrarse tal cual es. Pero lamentablemente muchas veces no es así…
Recientemente viajé a cierta ciudad con el propósito de ser el orador de un encuentro de Semana Santa. Al día siguiente de mi primer conferencia se acercaron dos señoras que pidieron hablar conmigo. Ambas me compartieron sus tristezas: María (llamémosla así) sufría los insultos y golpes de su hermano mayor, quien le quería usurpar la casa y desalojarla; Rosa, por otro lado, día y noche era maltratada por su esposo alcohólico. “Me pega cuando está borracho… y cuando no lo está también”, me dijo entre lágrimas.
Henry Nouwen escribió: “Dios me implora que vuelva a casa, que vuelva a entrar en su luz, que vuelva a descubrir allí que, en Dios, todo el mundo es amado única y totalmente […] Pero fuera de la casa de Dios, hermanos y hermanas, maridos y mujeres, amantes y amigos se convierten en rivales e incluso enemigos; cada uno de ellos vive dominado por los celos, las suspicacias y los resentimientos” (en El Regreso del Hijo Pródigo, PPC, página 88).
La Biblia dice: “Mis padres podrán abandonarme, pero Tú, Dios, me adoptarás como hijo” (Salmo 27.10).
Mi reflexión al concluir esta semana es la siguiente: sea que usted disfrute de un hogar feliz o experimente la soledad que implica vivir en una familia deshecha, aférrese incondicionalmente a Dios, pues solamente Él puede satisfacer toda necesidad y brindarle hoy mismo el amor incondicional que le permita ser feliz. ¡Atrévase y descubrirá una nueva plenitud de vida!
(autor desconocido)
Fuente: cristianos.com